Voy a sentarme a sentir esta vida que pasa

 

La impostura íntima

Voy a sentarme a sentir esta vida que pasa.

Prenderé la mirada a algún reflejo indiscutible, bajaré desordenadamente, así como se estila el buen descenso, la miraré lejos, tan lejos que pueda notarme los ojos candentes como mercurio, asimilaré sus formas, abriré un vientre entre ceja y ceja donde se sentirá por fín, ahora si, esto si, a sus anchas y no en esa piedra de banco que se cruza de brazos ante toda administración local.

A esa mujer se le murió el marido entre los brazos. Está mas viva que nunca y no lo sabe, eso es lo terrible, que nunca lo sabrá. Ella sólo sabe vestirse para la ocasión, arrastrarse por pasarelas de suspiros y circundantes palabras huesudas.

Ésta mañana la veo precipitarse por la cama, con un cansancio mecánico se ha depositado frente al espejo quien decidió negarse a devolver imagen alguna. Los brazos pesados cual demonios, enredándose en la comisura de sus arrugas. La nariz congelada. Olor a remordimiento que ciega.

Dejando caer su cuerpo a golpe de escaleras se ha depositado en la calle, paraguas espeso, quebrado regazo negrísimo y hondo.

Hasta que la palabra os separe

Refugiada de sí misma ahora acuna cuentos tras el estante olvidado. Piensa en él, por un instante es su madre, el cobijo sin sombras de los senos amados, los palacios de ceniza enlazados por fin hacia el cielo. Crea en él, le cree posible. Todas las palabras que balancea para que no muera se coagulan en una sola: culpa, sin saber, eso si, sin sospechar que imaginarle es vivirle como nunca lo hizo. Decide comprar los cuentos, desenfunda un billete heredado de la nuca de su retrato, antes ha abierto la tumba.

Bajo sus axilas de seda oscura arrastra los cuentos, se cruza a la calle, penitencia de asfalto, flagelada luz del ocaso. La intuyo bajar ante mi ventana, asimilarse al banco de piedra, velar su propio cuerpo, hundir sus lágrimas entre el cuello del libro, apretarlo de muerte, decirse voy a sentarme a sentir esta vida que pasa.

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